(O
de Cómo se Descubrió la Intrínseca Personalidad del Monstruo de la Laguna en
una Tibia Noche de Invierno, a Manos de Ciertas Gentes del Lugar)
Por:
Piolín de Chorizo (abyecto y pérfido decidor, cobarde, traidor, vago y mal
entretenido, agnóstico vendepatrias, violador de monjas y devorador de niños,
docente de la FICH, zancadillero, ignorante y miope intelectual. Chusma.
Réprobo tunante.)
Capítulo
1 – ¡Voto por sacarlo!
He de narrar una
historia que es muy difícil de creer. Por lo tanto, ruego a mis lectores y
detractores que si – por una de esas casualidades que no faltan – vislumbran
cierto parecido entre lo que en este libelo vierto y lo que la realidad vuelca
sobre nuestro limitado mundo, sería una desgracia prácticamente repugnante,
aunque me niegue a adjetivar. Prefieran creer, queridos amigos, parientes,
colegas, parientes y vecinos, que es solamente el producto de una mente
intelectualoide, afiebrada y casi quemada por efectos de la droga, el alcohol y
el estudio, hace muchos años, de algunas materias de grado.
Versa
sobre un pretendido plesiosauro que nadaba en las procelosas aguas de la Laguna
Setúbal, de cómo fue atrapado por producto de la casualidad, de cómo se
descubrió que no era lo que parecía ser, y de cómo, gracias a él, existo yo, el
despreciable y malévolo Piolín de Chorizo, y otros conspicuos, afamados,
infames e inicuos ogros, irreflexivos, docentes y sueltos, irónicamente auto-denominados
Grupo de Reflexión Docente.
Paso
entonces a relatar los hechos tal como sucedieron, y quiera mi numen aligerar
mi pluma, aclarar mi vista, esclarecer mi mente y dominar mi pánico. Quizá,
después de este destilado, el vacío y el caos se apoderen de mi espíritu y la
entropía triunfe sobre mí. Quizá termine, como alguna vez dije, convertido en
un fugaz destello de rayos gamma. Seré, quizá, una muestra efímera de la
radiación de Cherenkov en algún ignoto laboratorio de Física que aún no tiene
nuestra Facultad de Ingeniería.
Lectores,
no quiero cansarlos. Paso entonces al relato.
Comenzaba
la séptima década del pasado siglo. Los vecinos del barrio Siete Jefes estaban
intrigados y alarmados; en algunas noches de luna llena en el este podía verse,
por entre el cabrillear de las aguas de la laguna, un largo cuello coronado por
algo que parecía una cabeza de caballo. Este cuello parecía emerger de un gran
cuerpo ondulante, tubular, brillante a la luz de la luna. Venía nadando desde
el norte, sumergiéndose íntegramente cada algunos cientos de metros, y
desaparecía finalmente, con una especie de bufido, en las inmediaciones del
Puente Colgante.
Al
correrse la voz, vecinos de distintos barrios de la ciudad confesaron haber
visto también el engendro. Gentes de Barrio Guadalupe Este, de Barrio Alberdi,
de Barrio Villa Setúbal, del Barrio Central Guadalupe, de Guadalupe Norte, de
La Guardia, de El Pozo, de Colastiné Norte y de Rincón juraron haber sido
testigos de esta aparición. A estos testigos se sumaron ocasionales viandantes
de Barrio Roma, Barranquitas, Santa Rosa de Lima y hasta de los barrios San
Agustín, Juana Azurduy y Altos del Valle.
Todos
lo vieron; era innegable. El ingenio popular lo bautizó “El Setubalito”,
remedando a Nessie del Lago Ness, al Barilochito del Nahuel Huapí, y al
Ferroviarito de Laguna Paiva (aunque dicen los paleólogos que Setubalito y
Ferroviarito eran parientes muy cercanos, o quizá un solo, único y paseandero
bicho).
Así
aparecía, una o dos veces por año, aterrando a los pescadores de los muelles de la Costanera Oeste y a los amantes
tardíos de la margen izquierda, que por entonces era un hermoso monte nativo
lleno de espinillos, espadañas y eucaliptos intrusos. Y así pasó hasta estas fechas;
Setubalito fue testigo de la destrucción y reconstrucción del Puente Colgante,
del remozamiento de la Avenida Almirante Brown, del despertar de la Costanera
Este, y de la transformación de un montón de ladrillos en otro montón de
ladrillos: la Ciudad Universitaria y su institución pionera, la Facultad de
Ingeniería y Ciencias Hídricas.
Y
érase que en esta Facultad se festejaba un nuevo triunfo de La Gestión,
entronizada desde hacía veinticuatro años. No discutiremos ni analizaremos aquí
la limpieza de los procedimientos que usó La Gestión ni el motivo del
empecinamiento por perpetuarse en el poder; eso sería motivo de otro libelo y
habría que preguntárselo al Generalísimo Franco (de España o Paraguay, es lo
mismo), al Gral. Lanusse, a algunos caudillos provinciales o a los presidentes
del directorio de algunas grandes sociedades anónimas. Y, sin pretensión de
ofensa, a nuestra presidenta, a los dirigentes de algunos gremios, a algunos
cabecillas mafiosos y barrabravas.
Era
una fiesta discreta. Por primera vez se había manifestado abiertamente una
oposición, y el festejo también podía marcar el principio de algún declive. El
champagne era nacional, las patas asadas eran de terneras Shorthorn o Aberdeen
Angus, y no Charolaise ni preparada como carne de Kobe. No había muchos “vol au
vents” de ostras filipinas. La cerveza no era la legendaria irlandesa
Smithwick’s ni tan siquiera la oscura Guiness, sino la criolla local (para
desconsuelo de muchos) en barril. Eso sí, las damas gestoras y sus adláteres
vestían de largo y los caballeros gestores y satélites de negro. Toda una
muestra de austeridad republicana.
Los
altavoces desgranaban una gavotte, que era seguida por algunas parejas de
danzarines. La servidumbre, entre la que se incluía a algunos becarios y
algunos profesores contratados, distribuía saladitos y finos bocados de sushi
para todo el mundo, julepes de menta para las damas y jerez español para los
caballeros. Se escuchaban conversaciones amables y poco conflictivas, basadas
sobre todo en la diferencia entre la gavotte y el minuet, el recuerdo del
excesivo condimento de la última degustación de pata asada, y sabios
comentarios sobre el cambio climático.
¿Podríamos
decir, amigos, colegas, parientes y vecinos, que era una celebración oficiada
con sereno júbilo? Quizá.
Este
clima afable y cordial, casi bucólico y pastoril, se vio interrumpido de pronto
por los gritos destemplados de un miembro del Cu.Se.Vi.
-¡Lo
agarramos! ¡Ahí lo tenemos atado al cabrón!
-¿Agarraron
qué?
-¡A
Setubalito! ¡Lo tenemos atado a una columna de luz de la costanera!
-¿Dónde?
-¡Frente
a la entrada a la Reserva!
Hacia
allí se dirigieron, aún con sereno júbilo pero en bullicioso y perfumado
tropel, los gestionantes y los gestionados que celebraban.
Cuando
llegaron al portón de la Reserva, atravesando el Campus iluminado por la luna
llena, vieron una gruesa soga tirante, atada a una columna con un nudo
ballestrinque. La cuerda se sumergía, vibrante, en la laguna. Miembros del
Cu.Se.Vi., dos gendarmes, un policía y dos boy scouts (los que hicieron el
nudo) miraban fijamente las agitadas aguas. Cerca de la entrada al Campus se
podía ver que se acercaban, raudos, un
camioncito del SENASA, otro de la Sociedad Protectora de Animales y el
camión-jaula de la perrera municipal.
-¡Animémonos
y tiren de la cuerda! – decía un gestionante emocionado
.
-¡Sí!
– gritaban los del SENASA - ¡Necesitamos verificar su trazabilidad antes de que
lo faenen!
-¡No!
– insistían los de la Sociedad Protectora de Animales - ¡Liberen a Setubalito!
-¡Sí!
– repetían los de la perrera - ¡Tenemos que llevarlo para verificar que no
tiene hidrofobia!
-¿Pero
acaso no está en el agua? – se oyó murmurar, tímidamente, a una no docente
satélite.
-Propongo
que lo saquemos. Voto por el sí – dijo en voz alta y clara uno de los decanos.
Los relatos no concuerdan sobre la identidad de este decano, si era el electo,
el saliente o uno de los tres anteriores. En lo que todos acuerdan es que todos
los asistentes a la fiesta pusieron la mirada vacía, la espalda recta, las
rodillas firmes y levantaron unánimemente la mano. Pero qué costumbre, che.
Parecían los perritos de Pavlov.
Todos
se acercaron a la cuerda y tiraron al ritmo de una canción marinera del tiempo
de los galeotes, que en ese momento sonaba en los altoparlantes. Y, al fin de
la soga, negro y brillante, sacudiéndose y levantando olas, había un submarino enlazado
por el periscopio.
Capítulo
2 – La historia de la infamia, o la infamia de la historia.
Era un submarino antiguo, de
fabricación rusa, anterior a la segunda guerra mundial. Andaba gracias al motor
de un tractor viñatero norteamericano Allis Chalmers de la primera mitad de la
década del treinta y a un conjunto de baterías ácidas búlgaras Iskra,
recicladas. Tenía lugar solamente para dos plazas: el capitán-piloto y un
pasajero.
El
capitán ejerció alguna resistencia, pero viendo que los boy scouts se estaban
enojando prefirió atar una sucia camiseta blanca al cabo de un plumero y
rendirse. Lo envolvieron en la misma soga con la que enlazaron el periscopio como
a una salchicha y lo llevaron a la rastra hasta la casilla del Cu.Se.Vi., en la
entrada de la ciudad universitaria.
Y
allí fueron, un osado Decano y un Secretario seguidor, rumbo a las entrañas de
Setubalito, dispuestos a descifrar finalmente el enigma.
Y
se encontraron con una sorpresa tras otra.
Descubrieron
por qué, pese a su tamaño, era un submarino biplaza al estar atiborrado de cartas
de navegación de la laguna, panfletos, armas, explosivos y latas de conservas.
Hallaron
que la bandera del submarino era boliviana, de la época en que Ernesto Guevara Lynch
pretendía revolucionar al campesinado de ese país; el submarino era un buque
“tomado” por los soldados cubanos.
Atinaron
a deducir que, desde muchos, muchos años atrás, desembarcaban topos en la
margen izquierda de la laguna, topos que se iban transformando en alumnos y/o
profesores de la Facultad de Ingeniería y Ciencias Hídricas.
Encontraron,
horrorizados, que muchos de esos antiguos alumnos y profesores, muchos de ellos
socios fundadores de la facultad o testigos de sus primeros momentos, formaban
parte de la asociación ilícita autodenominada Grupo de Reflexión Docente, GRD.
Vieron
que el principal objetivo de estos subversivos era destruir la facultad hasta
sus cimientos a través de la democratización del sistema electoral de
consejeros profesores, transparentar los actos de gobierno, elevar el nivel de
la enseñanza de materias básicas, potenciar el papel de los departamentos y de
las comisiones de seguimiento de las carreras, y otros actos reñidos con la
real democracia ejercida desde La Gestión.
Descubrieron,
en la sentina de Setubalito y haciendo de lastre pero sin serlo, muchos
lingotes del mejor oro certificado de veinticuatro quilates, destinados a
sufragar los gastos del citado Grupo.
Y,
por último, descubrieron una lista de integrantes; algunos tenían nombres y
apellido, otros seudónimos, otros eran simplemente un número. La típica
organización celular terrorista.
Entre
los seudónimos estaba el vilipendiado, impopular, malmirado, denigrado,
descalificado y al mismo tiempo pretencioso y llamativo “Piolín de Chorizo”. Mi
seudónimo.
Capítulo
3 – La previsible reacción, o ni triste, ni solitario, ni final.
Salieron los dos valientes con
los brazos cargados con pruebas de la infamia, y se dirigieron todos,
nuevamente en bullanguero montón, hacia donde se oficiaba la jubilosa
celebración.
Una
vez llegados, se dispusieron sobre una mesa las muestras extraídas de
Setubalito, en la que descollaba la lista de integrantes del GRD.
Inmediatamente
se conformó la Falange de Honorables Damas Patricias (HDP) que, montadas en
santa cólera y sagrada indignación, cortaron sus largas faldas para coser
uniformes y banderas, y propusieron donar sus alhajas mientras forjaban un plan
de batalla para derrotar la subversión.
“No
plantarán acá ningún trapo rojo”, fue la consigna. Después de todo, somos
derechos y humanos, razonó sesudamente una Legionaria. Otra de ellas,
recordando erróneamente algún grafiti y malinterpretándolo, aseguró que en el
día de la justicia cortarían cabezas como racimos de uva en día de vendimia. Y
otra, exaltada, imaginó que no sería difícil transformar el mástil de la ciudad
universitaria en firme y recto patíbulo.
Una
de ellas atinó a leer atentamente la lista delatora.
-Piolín
de Chorizo… ¿No es ése el escritorzuelo que miente a través de sus libelos? El
que escribe en la bitácora de este grupo. Destila infundios. ¡Es un cobarde,
mentiroso, etc., etc.! (Permítame el lector referirme al título de este pasquín
para ahorrarme palabras).
Y
así surgió la brillante idea de matar al mensajero.
Así
es, queridos amigos, vecinos, colegas y parientes. La mejor idea de esta
Falange de HDP fue divulgar uno de mis escritos a través del correo
electrónico, destacando mis cualidades de etc, etc., etc. (ver nuevamente el
título).
Queridas
amigas, no parcialicen la información. Divulguen todos, incluido este. Basta de
chicanas y provocaciones para saber quién soy. Algunos me conocen, otros no. Quizá
no bajé de un submarino boliviano de bandera cubana, ni vivo en la estratósfera
(aunque algunas veces me siento bajado de un hondazo).
Hoy
no sé bien quién soy. Puedo ser cualquier Mario, o Gustavo, o Alfredo. A veces
creerán que soy Daniela, u Oscar, Teresita o Susana. Algunos, inclusive,
querrán escrachar a María, Aldo o Luis. Hay tantos
nombres…
Podrán
matar a un mensajero. Pero, señoras,
cuando griten “¡Piolín!” en un pasillo, muchos se darán vuelta. No matarán mi
pluma; si yo me caigo, otro que tenga ganas de escribir y vea la realidad con
las mismas distorsiones que yo la levantará.
Así
que señoras HDP, tengo otra noticia para darles. Piolín soy yo, pero ya no sé
si soy yo o el producto de una Gestalt, y que por el simple hecho de serlo
nunca estará triste, ni solitaria, ni tendrá fin mientras persistan las causas
que la originaron: la prepotencia, la vigencia de los “apparatchiks” stalinistas,
las puertas cerradas, la falta del debido proceso, el neoliberalismo descarnado.
Por
lo tanto, damas y caballeros, permítanme parafrasear a Ismael, único
sobreviviente del Pequod, comandado por el Capitán Ahab en la caza de Moby Dick,
su gran fantasma. Pueden decirme Piolín.
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