EL PODER DETRÁS DEL PODER

Por: Piolín de Chorizo (el desapoderado)

Y se me terminó el año – pensé desganadamente, mientras desenroscaba la tapa de una botella de Ferroquina Bisleri que tenía guardada para las épocas de escasez. Ahora se viene la pelea familiar para ver quién se aguanta al abuelo, quién prepara el vitel-toné, quién la comida, quién la bebida. Pensaba en la historia triste del Setubalito, devenido en mini ómnibus atlántico después de ser monstruo lagunero, confiscado submarino subversivo y fábrica de ravioles rellenos de ñoquis. Pensaba en nosotros, los dinosaurios desembarcados del Setubalito, y en nuestra Facultad, y en la pensión de Las Toninas donde iríamos a parar con Tomatito Cherry después del impuestazo al sueldo. Es decir, no pensaba en nada.

            Así pasé la noche. Tomé la bicicleta y me dirigí a la facultad. Entré por la puerta oeste, saludé a la no docente que se pintaba las uñas en el escritorio – puesto de vigilancia, le dicen – y dos computadoras me llamaron la atención.

¡Pero qué maravilla! – pensé muy para mis adentros - ¡¿Instalaron videojuegos de acceso libre para los estudiantes?! Me acerqué, y vi un cartel prolijamente escrito con birome, que anunciaba que los videojuegos eran solamente para los docentes y los no docentes. La pantalla principal decía ARGOS. Buenísimo, me dije. ¿Qué personaje será el líder de este juego? ¡El barco de Jasón el argonauta? ¿El hijo de Jasón y Medea? ¿El perro de Ulises Odiseo? ¿La ciudad de Argos? ¡No! ¡ARGOS no era un juego! Es el sistema de asistencia donde sólo los docentes y los no docentes deben hacer constatar las horas tujes-silla que ocupan para el estado. Y ahí caí en la cuenta. Argos se refiere a Argos Panoptes, el gigante de cien ojos que todo lo ve, nieto de Zeus y Niobe. Y me surgió una de tantas inquietudes, seguramente sediciosa. Si es solamente para docentes y no docentes, ¿quién no está y se mueve libremente bajo los cien ojos de Argos? Los estudiantes seguramente no son, ya que somos los docentes quienes constatamos su asistencia. Los guardias del Cusevi tampoco, ya que su asistencia se prueba con una firma. Adivinen, colegas y amigos, vecinos y parientes. Las miradas de Argos jamás se posan sobre La Gestión. Me admiré de la democrática igualdad, concepto superador del cual me obligaron a descreer a esta altura de mi vida, marqué mi número en el Argos para que me vea, y me dirigí a los ascensores.

En el marco de la puerta del ascensor pequeño había una luz que titilaba con dos letras que, en algún idioma, eran las iniciales de “No Funciona”. Una luz similar, en el ascensor grande, titilaba con otras dos letras, distintas, que en otro o el mismo idioma significaba lo mismo: “Jodete”.

Bueno, reflexioné, aún me queda el automático, nuevo y brillante. Ahí me esperaba, con sus luces relucientes y la puerta abierta. Entro rápido para que no se me escape, pulso el botón del tercer piso, la puerta se cierra, e inmediatamente se abre. Se cierra, se abre. Así, en un monótono ciclo que no me condujo a ningún lugar, aproveché la apertura en un ciclo y salí. Ahí se quedó, el ascensor nuevo y brillante, aplaudiéndome con sus puertas que hacían un ruido semejante a una licuadora con el vaso lleno de tuercas. Agradecí a un poder superior el poder salir de esa trampa.

Todavía era temprano. Me dirigí a la cantina, y mientras observaba a Zapatita nutriéndose (el estómago con un cortado y tres generosos mazacotes que en ese lugar llaman “facturas” y el espíritu con el matutino porteño vocero de la oposición) hice lo propio: pedí un cortado y dos medialunas. El precio me asombró: me costaron unos centavos más que el mismo pedido que hizo un amigo mío en el Café de la Paix, donde se unen el Boulevard de Las Capuchinas y la Plaza de la Ópera, en el centro de la Ciudad Luz y no en el centro de El Pozo. Lo que es tener la vaca atada.

Una vez nutrido yo, feliz de haber birlado algunos minutos a Argos Panoptes, me encaminé a las escaleras y comencé la dura trepada después de haber constatado que los ascensores habían cambiado milagrosamente de piso pero que las luces seguían titilando su eterno Jodete.

El primer piso relucía. Al este de la mampara los pisos fulguraban, se percibía un dejo de perfume caro en el aire y, como de costumbre, se escuchaba un ruido de martilleo, taladros y raspar de palas detrás de la puerta no tan simbólica que separa al Olimpo de La Gestión de los mortales. He aquí un nuevo cambio, una transformación en ciernes, un crecimiento kafkiano al decir de mi amigo el Cachito.

Para subir al segundo piso, la escalera ya no estaba tan impoluta. Se advertía una que otra tela de araña en los vidrios, algo de tierra en los escalones y una que otra luz quemada. Ya en el segundo piso, el aspecto de catedral abandonada me sorprendió. Una iluminación lóbrega, olores químicos, silencio y quietud. Sin duda, un espacio para la reflexión.

Al encarar el tercer tramo de escaleras, jadeando y con los ojos desencajados, la limpieza brillaba (por su ausencia). Cáscaras de maní, botellas vacías de gaseosas, envoltorios de snacks, bandejitas de la cantina con sobras de ensalada y cubiertos descartables, restos de propaganda de organizaciones estudiantiles y otros detritos no identificables. Al llegar al tercer piso, vi el porqué de tanta suciedad: en el tercer piso ya no cabía.

A través de los vidrios se apreciaba lo que parecía ser un día gris, triste, nublado. Yo recordaba haber pedaleado en la mañana de un glorioso día de primavera, con un impoluto cielo color cobalto no teñido siquiera por una nubecilla. Me acerqué a una ventana para apreciar el fenómeno, y ahí me di cuenta de que no era el tiempo. Era la ventana, oscurecida por telas de arañas hace años muertas, polvo proveniente de los más remotos lugares del mundo, ocasional excremento de golondrinas arrastrado por el viento y el alquitrán de miles de puchos apagados y aún presentes en los alféizares.

Abriéndome camino entre los desechos que no entraban en los cestos de basura, los estudiantes que pretendían asistir a una clase en el aula grande sin poder entrar a la misma (había un solo docente a cargo) y los docentes que querían dar clase en el aula chica (había tres alumnos) también sin poder entrar a la misma, y tapándome la nariz ante el inconfundible aroma a guano de murciélago que se huele ahora en el tercer piso, me encaminé laboriosamente a las oficinas de investigación, al final del laberinto.

Al entrar, lo primero que vi fue el cadáver de una cucaracha en su reposo final, apoyado en el marco de la puerta de la cocina. Recordé haberlo visto hacía más o menos dos semanas, pero algo había cambiado: una Honorable Dama Patricia, muy piadosa, había elaborado una primorosa cruz con dos palitos de helado. En un exceso de celo y por las dudas había escrito RIP en el stipes y QEPD en el patibulum. Ahí me di cuenta de qué es lo que me diferenciaba de la inánime cucaracha. A ella le atribuían lo que a mí no: un alma inmortal. Ah, el oficio de dinosaurio.

Ante un imperioso llamado de la naturaleza intenté abrir la puerta del baño, identificable por el intenso y penetrante olor a amoníaco que se colaba por los bordes. Después de mucho empujar, y con la ayuda de un docente-investigador bastante corpulento (a quien llamaré Virgilio después de ese auxilio), la puerta del averno se abrió y perdí toda esperanza. Me vi como el Dante buscando a Beatriz en uno de los valles del Octavo Círculo.

La cochambre reinante en ese baño era indescriptible. Las toallitas de papel rebalsaban hasta en los mingitorios, así que imaginen, amigos, vecinos, colegas y parientes, lo que eran el cesto y el inodoro. Desde el ventanuco, de un tenebroso sepia-rojizo de cuyo origen no quiero conjeturar, se oía un zumbido y un golpeteo que era causado por gordos y ávidos moscardones de color verde metalizado, intentando aprovecharse de los restos de cucarachas, chinches de agua, quizá vinchucas y hasta de una ranita semifosilizada, sin piadosa cruz, que yacía en un rincón. La canilla del lavabo goteaba un líquido pardo y casi aceitoso; el dispensador de jabón líquido, al vaciarse, había dejado un residuo sólido que se parecía a una vela derretida.

Todos mis esfínteres se cerraron, igual que mi garganta, nariz y oídos. Salí atropelladamente y resbalé con los restos de yerba, carpetas viejas, las omnipresentes bandejitas con restos de ensalada y una antena de microondas en aparente desuso que estaban en el cesto de la basura. Me ayudó a levantarme uno de los alumnos que estaba haciendo cola, con un numerito en la mano para ser atendido en una clase de consulta que daba un docente de una de las materias básicas; otro docente, también con un numerito en la mano y que estaba haciendo cola para darle consulta al alumno de una materia avanzada, me alcanzó un vaso lleno de agua que afortunadamente no era de la canilla sino de una botellita de agua mineral.

Salí corriendo al ver una iguana carroñera que se me aproximaba, a los saltos, desde el fondo del pasillo. Me abrí paso como pude en el pasillo exterior, a los tropezones y boqueando, pateando papeles y bandejitas, empujando alumnos y profesores y un integrante de La Gestión que tenía anteojos oscuros, un bastón blanco, un broche de tender ropa apretándole la nariz y con los auriculares puestos.

Me deslicé por el segundo piso, que continuaba con su quietud y lobreguez catedralicias. Llegué al perfumado y brillante primer piso, donde me crucé con el Secretario N°1, que circulaba con aspecto de atareado y preocupado cerca de la gestión-gate. Le planteé el problema de la limpieza, a lo que me contestó que de eso, precisamente, él no se encargaba. Me crucé con el Secretario N°2, y le bosquejé el problema de la limpieza, a falta de profesores en las materias básicas y la inversión de la pirámide en las materias de las especialidades. La respuesta comenzó a aburrirme: de eso, precisamente, él no se encargaba. Lo mismo me pasó con el Secretario N°3, la Secretaria N°4 y el Punto Focal N°1.

Fui a la cantina, pero una batahola que parecía venir del aula magna me llamó la atención. Allí, un docente se dirigía a ciento cincuenta alumnos, más o menos, con un megáfono artesanalmente elaborado con una hoja de cartulina, mientras dos gentiles estudiantes intentaban hacer funcionar el cañón proyector y otro pretendía hacer funcionar el micrófono. La batahola surgía desde el megáfono del docente y del himno de la universidad que empezó a rugir desde los parlantes involuntariamente, y que nadie pudo parar:
“Los claustros se abren, y de ellos vibrantes,
gozosa, luciente, sale una canción,
es la nuestra, amigos, toda palpitante,
porque en ella vibra nuestro corazón”

Etc, etc.
Me emocioné casi hasta las lágrimas. Sorbiéndome los mocos fui hasta el Café de la Paix, donde Zapatita seguía nutriéndose. Me vio, y con un gesto me invitó a acompañarlo en su mesa. Observó mis ojos llorosos, y haciendo gala de una compasión e interés que no me esperaba – y que me emocionó aún más – me preguntó:
-Pero, Piolín, amigo, ¿qué te anda pasando?
            -Nada, Micky. Todavía es un efecto del amoníaco del tercer piso.
            -Qué, ¿está muy sucio?
            -Sí, pero por suerte la mugre ya se está compactando. Con suerte, en uno o dos meses ya va estar integrada con el edificio.
            -Dejá, hermano, yo me encargo.
            -Además, hay otros problemas que me afligen. No hay docentes para las materias básicas, no hay alumnos (o sobran docentes) en las materias de especialización, hay puntos para titularizar docentes pero se olvidan de los meritorios, según reglas que desconozco, hay secretarios, subsecretarios, directores y puntos focales que no sé qué funciones cumplen, faltan aulas, el reglamento de enseñanza tal como está es un incordio…
            -Pero, hermano, no te preocupes. Dejá que hablo en bedelía y listo.
            La verdad, amigos y vecinos, es que realmente me esperancé. ¿Será éste el auténtico poder detrás del poder?
            Salí a fumar un cigarrillo al lado del mástil, quitándole más minutos a Argos Panoptes. Hacía pocos días había llovido, y en La Florida flotaba, escorando hacia babor, el Setubalito. Razoné que al arenal le decían La Florida no por el emblemático balneario rosarino, sino por el pantano que se formaba periódicamente. A estribor del Setubalito comenzaban a posarse algunos biguás y, extrañamente, una pareja de flamencos. Pobre Setubalito; deberíamos rescatarlo y darle un fin más digno.
            Volví sobre mis pasos y me crucé nuevamente con Zapatita,
            -Che, Micki, ¿ya pensaste en las vacaciones?
            -Siempre  pienso en las vacaciones, amigo. ¿Y vos, dónde vas a ir?
            -Como siempre, a Las Toninas for ever. ¿Vos?
            -No sé. Estaba pensando en el Caribe.
            -¿Cuba? ¿Dominicana?
            -No. Estaba pensando más en Angola. Voy a comentárselo a algún Secretario; si me acompaña en una de esas le inventamos una gestión oficial y garroneo algún viático…
            No quise hacerme más mala sangre. Terminé mi cigarrillo y pasé por delante del ascensor nuevo que seguía haciendo ruido a licuado de tuercas. Iba cansinamente hacia los ascensores marca Jodete cuando el ruido a caja de cambio sin crapodinas se detuvo. Volví sobre mis pasos, cuando me di cuenta de que en realidad se había cortado la luz.
            Me senté en el segundo escalón de las escaleras, saqué otro cigarrillo bajo la mirada reprobadora de alguien que ya había demonizado a los fumadores y que lo único malo que veía era el humo de un cigarrillo. Comencé a soñar con Las Toninas y con chanchos que no sabían nada de aviones porque no miraban para arriba.
            Y eso es todo, mis parientes, amigos, lectores, vecinos, colegas. Falta poco para que este año termine y comience, monótonamente, otro. Brindaré con esperanzas; al levantar mi copa pensaré en todos ustedes, en el recorrido que nos falta, en la necesidad que tenemos de ser comprendidos y acompañados, y con el anhelo de que todos, de una buena vez por todas, aprendamos a mirar para arriba. Salute.

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