El miedo, como método de
opresión, constantemente ha sido utilizado por las clases dominantes para
imponer sus ideas, su soberbia, su poder.
No
muy anteriormente era la famosa “guerra fría”. Teníamos miedo del comunismo, de
las armas atómicas, del trapo rojo que ondearía en lugar de nuestras banderas,
del oro de Moscú, de que violasen a las monjas y se comieran a los niños, y de
los que cortarían cabezas como racimos de uva en día de vendimia. Claro, lo
mismo pasaba del otro lado de la cortina: el temor al imperialismo capitalista,
a las armas atómicas, a la esclavitud de los tiempos modernos, a las mentiras
de Nixon y a los satélites de Reagan.
El
temor a la guerra fría fue el que reemplazó de a poco al temor por el “complejo industrial – militar”, ya predicado
por Roosevelt durante la segunda guerra mundial mientras analizaba las alianzas
entre Krupp y Hitler, luego verificada entre Marshall – General Motors –
Chrysler, y tantas otras. Así asistimos al nacimiento de la Rand Corporation y
sus juegos de guerra, al origen de Hewlett–Packard durante la segunda guerra
mundial y su transformación en gigante durante las guerras de Corea y Vietnam.
Luego,
el miedo al terrorismo. Empezó promediando la guerra fría con Baader-Meinhoff,
siguió con Septiembre Negro, The Weathermen, Sendero Luminoso, la ETA,
Al-Qaeda, y, ya que estamos, los fanáticos y las groupies y la barra de los
Redonditos de Ricota.
No
mucho después, el miedo “verde”. Miedo al calentamiento global, a las glaciaciones,
al nivel del mar, al DDT, a las líneas de alta tensión, a la radiación de los
televisores, a los gérmenes, a las vacunas, al estreñimiento, al sangrado de
las encías, a la deforestación, a los fumadores, a los gases producto de la
digestión rumiante y al tránsito lento.
Asociado
con los terrorismos – el armado y el ecológico - nació el miedo a la inseguridad.
El mundo se llenó de pobres, producto del neoliberalismo salvaje, y por lo
tanto se llenó de violadores, ladrones, asesinos, acróbatas, limpiavidrios, gitanos
estafadores, pedófilos, narcotraficantes, vedetongas, contrabandistas, traficantes
de órganos y policías peligrosos.
Y
así es como nos han transformado en seres tímidos, nerviosos, asustadizos,
depresivos. Tenemos miedo de los extranjeros, de la enfermedad, de la delincuencia,
del medio ambiente. En medio de una sociedad con una riqueza, una salud y una
seguridad (y una desigualdad) casi sin precedentes, tememos a las casas donde
vivimos, a los alimentos que ingerimos, a la tecnología que nos rodea. Vivimos
convencidos de que estamos destruyendo el medio ambiente y cambiando el clima.
Vivimos rodeados de fantasías globales y falsas ilusiones extraordinarias,
dignas de la más profunda Edad Media. Nos hemos transformado en (¿o seguimos
siendo?) monos que escapamos de las tormentas, que creemos en profetas
apocalípticos, en extraterrestres salvadores (o destructores) y en el poder
sanador de los imanes. Nos han hecho temer a los virus, a las bacterias, a los
hongos, a los antibióticos, a los antivirales, a los fungicidas y a los
productos transgénicos. Si la sal no te mata, te matará el azúcar.
Todos
los años aparece algún virus que diezmará a la humanidad. Cada equinoccio habrá
un meteorito que nos destruirá. Cada solsticio de verano seremos engullidos por
el agujero de ozono. Cada terremoto es el precursor del gran sismo que cambiará
el eje del planeta de lugar, o invertirá los polos magnéticos. Cada tanto, se
nos acercará el tenebroso planeta oscuro que eliminará toda forma de vida que
no haya consensuado cierto arreglo con algún arcángel. Cada quince días internet se saturará. Los neutrinos
adquirirán masa y nos harán hervir como alcachofas, ya que parece que la
velocidad de la luz no es el último límite del universo. Los chupetes
producirán deformaciones en el paladar de los bebés y cáncer, al igual que los
corpiños, la amalgama de los empastes dentales, las líneas de alta tensión y
los teléfonos celulares.
Hemos
aprendido desde la cuna a discriminar: hay flacos y altos, apostólicos romanos
o evangelistas, gente bien (como uno), políticamente correcta, heterosexuales,
jóvenes, mens sana in corpore sano. Gente WASP (white, anglo-saxon,
protestant).
Del
otro lado, y a tenerles miedo, están
los Otros: homosexuales, fumadores, judíos y negros, gordos, chicatos o con mal
aliento, enanos, rengos, con el síndrome de Down o pobres y feos.
No
es que las cosas que se usan para generar miedos no existan. Sí, algunas
existen, son reales, pero desde que el mundo es mundo la naturaleza evoluciona,
cambia, se diversifica, está en equilibrio inestable, dinámico. La noticia que
te dan no es que un meteorito caerá sobre la Tierra, sino que podría caer si estuviera un grado más
acá o más allá, y que morirás aunque tengas casco o paraguas (¿cuál es la
noticia?). Te dicen que últimamente ha desaparecido el diez o el veinte por
ciento de las especies animales existentes sobre el planeta, pero no te dicen
que nadie sabe realmente cuántas especies existentes o nuevas, animales o vegetales,
hay. Te dicen que tal o cual glaciar, o lago, están desapareciendo, pero nadie
te dice cuántos glaciares hay en el planeta y cuántos de ellos están creciendo. Te dicen que las temperaturas
medias crecen, y te presentan gráficos con una escala tal que un ascenso de
medio grado parece la representación de la ladera más empinada del Everest, y
no te presentan los gráficos de los lugares donde las temperaturas bajan. Te dicen que el desierto avanza,
mientras que en realidad algunos sí lo hacen pero otros no (parece que la
superficie desértica del Sahara está disminuyendo). Y así tantos, tantos casos…
Y
de esa manera, lenta pero firmemente – y quizá inadvertidamente – hemos asistido
al nacimiento del último complejo, ya no militar-industrial, sino muchísimo más
poderoso y omnipresente: el Complejo Mediático-Político-Jurídico (MPJ).
No
caben dudas de que estamos en una sociedad con una economía cada vez más
industrializada, donde el sector manufacturero tiene relativamente poca cabida.
Como sociedad tecnológica, del conocimiento y de la información, vivimos cada
vez más de lo que producimos intelectualmente.
Anteriormente
esto era casi una exclusividad de abogados, políticos y profesionales universitarios.
De
esta última especie, los profesores de las universidades eran la variedad más
representativa. Quienes querían vivir una vida más o menos tranquila, dedicada
a la investigación y la enseñanza, con salarios más o menos dignos y rodeados
del respeto de sus conciudadanos, dedicaba todos sus esfuerzos a la vida académica.
Las
universidades eran ejemplos de democracia, de libertades académicas, de libertades
de cátedra, de libertad de pensamiento.
Era
la libertad de llevar a cabo investigaciones y difundir y publicar los resultados
de las mismas, la libertad de expresar libremente la opinión sobre la institución
o el sistema, la libertad ante la censura institucional y la libertad de participar
en órganos profesionales u organizaciones académicas representativas.
Pero…
todo cambia.
Y
no me refiero con esto a la Noche de los Bastones Largos, con la que el onganiato,
mediante la brutalidad más directa y el terrorismo más descarnado, inauguró una
de las épocas más tenebrosas de la historia de la intelectualidad argentina.
Me
refiero a cambios más graduales, aparentemente más leves pero no por eso menos
nefastos.
Podemos
echar una mirada a lo que está pasando en nuestra Universidad. Y eso no quiere
decir que quedaremos restringidos a este ámbito; las cosas que han pasado acá
también han pasado en las otras universidades nacionales.
El
miedo, necesario para controlar a la sociedad, también impera en las universidades.
Éstas
han cambiado por completo en una
generación, porque tienen que desempeñar
un nuevo papel.
Se
han convertido en creadoras de nuevos miedos al servicio del complejo MPJ. Hoy
en día las universidades son fábricas de pavores, con pautas establecidas por
el actual Dios Universitario (CONEAU), quien responde a dioses aún superiores,
como el FMI, el Banco Mundial, el Acuerdo de Bolonia o cualquier otro organismo
rector o financiador.
En
ese ámbito se crean los nuevos recelos y angustias sociales, códigos restrictivos
nuevos, palabras que no pueden pronunciarse, ideas que no pueden concebirse.
Producen
una corriente continua de nuevas ansiedades, peligros, terrores sociales y
alimentos nocivos para el alma, para uso de los
políticos, de los periodistas y los jueces y abogados,
Una
de las cosas más evidentes es el acercamiento de las autoridades al complejo
MPJ.
No
estamos eligiendo rectores o decanos por sus logros científicos o académicos, o
por ser respetados en la comunidad por ser cultos, educados, probos y formados.
Los estamos eligiendo por sus campañas de marketing, financiada por corporaciones profesionales,
económicas o políticas, por la fotogénica sinceridad de su blanqueada y deslumbrante
sonrisa, por la difusión de slogans entradores y – fundamentalmente – por su
capacidad de hacer lobbies con la industria
y el comercio.
El
miedo generado por el complejo MPJ no existiría si no fuera alimentado continuamente
por las Universidades. Para sostener todo esto ha surgido una nueva y peculiar
línea de pensamiento, neostalinista, que sólo puede prosperar a puertas
cerradas, en un marco restrictivo, sin el debido proceso. O lo que es peor, con
la ayuda de un proceso subvertido, falso e hipócrita.
En
nuestra sociedad sólo las Universidades han creado una estructura de ese tipo,
y nuestra Facultad se ha especializado en formar a sus estudiantes bajo esos conceptos
oscurantistas.
No
se puede fumar, no se puede putear, no se puede discutir, no se puede soñar ni
hablar; no se puede pensar.
Por
supuesto que existen algunas iniciativas “progresistas”, como lo son la cuestión
de género, o poner rampas para los discapacitados, o construir bellos espacios pour la gallerie, o controlar que los
extinguidores estén cargados y haya luces de emergencia. Pero, dentro del
contexto altamente condicionado, está claro que son medidas puramente
cosméticas, ya que al complejo MPJ le resultan un gran negocio las comunidades
homosexuales, y cumplir con la cobertura exigida por las aseguradoras de riesgo
de trabajo.
Y
quienes dirigen nuestra Facultad, nuestra casa, el lugar donde pasamos más
tiempo que con nuestras mujeres, esposos o hijos, el lugar que hemos elegido
para desarrollarnos profesionalmente, donde hemos formado amigos y enemigos,
donde muchas veces nos hemos desvelado para que sea más, y que sea mejor, son
los mejores representantes de esta línea de pensamiento, más extremista que
todas, más papista que el Papa.
Nuestros
estudiantes, con mentes jóvenes y aún moldeables, provenientes de una escuela
secundaria cuyo objetivo principal es el viaje a Bariloche, hijos del neoliberalismo
más salvaje, caen en una estructura similar a un matadero limpio, donde debido
a contradicciones propias del sistema que se desea imponer a través del miedo
se debe pedir permiso para protestar (la oveja esperando el guiño alentador del
lobo para salir del corral), los lugares destinados a colgar carteles son
predefinidos de manera tal que no se altere la estética minimalista y descarnada
de los pasillos o de lo contrario son arrancados.
Todos
los informes deben ser presentados en tiempo y forma. Todos los descuentos
impositivos serán hechos en tiempo y forma. El ingreso y el egreso del edificio
deben hacerse constar en tiempo y forma, electrónica e informáticamente.
Todos
los castigos serán aplicados, en tiempo y forma. Ningún beneficio será otorgado
o pagado en tiempo y forma.
Y
así intenta imponerse el miedo.
Como
dibujara magistralmente Gerald Scarfe en la mítica película The Wall (¿alguien
recuerda a Alan Parker, a Roger Waters, a la afinación perfecta de los tonos
menores de Pink Floyd?), lograrán de esa manera transformar a nuestra facultad
en una picadora de carne, donde tanto los estudiantes como los docentes seremos
transformados en salchichas, todas iguales, todas marchando al mismo ritmo,
todas obedientes, todas levantando la mano para decir sí.
Todas
destinadas a ser devoradas.
Y,
como parte de la política generadora de los miedos, los profesores temen a los
estudiantes, quienes con encuestas dirigidas pueden descalificarlos, los
estudiantes (a estas alturas, meros intérpretes de recetas y lectores de tablas) temen a los docentes, que ejercen
presión a través de clases magistrales y exámenes maratónicos, y todos temiendo
a las autoridades, que no deja de generar distancias, penas y olvidos, con planillas
de llenado obligatorio donde todo es cuantitativo (cuántas horas cátedra, cuántas
publicaciones, cuántas horas-culo-silla, cuánto nos debés) y no importan los
cómos ni los porqués.
Ese mando
ejercido, como toda
autoridad legalmente obtenida pero despóticamente ejercida, es una autoridad
que tiende a aislarse.
El
contacto con la realidad le duele y
le autoinduce una ceguera enajenada y una sordera histérica, patológica, que
les hace creer solamente en lo que les brinda la parte mediática del complejo,
es decir, la televisión, los diarios y las radios afines. Veremos cómo esa
autoridad – jocosamente llamada “gestión” – se encierra en un castillo de cristal
y yeso, expresando implícitamente y en forma tajante que ellos están de ese
lado, y que nosotros no. Será más que
nunca un agujero negro, donde (como diría Stephen Hawking) la realidad está
alterada, tanto las leyes naturales como las humanas son aleatorias pero no
tanto (si se pudiera jugar a la taba con ellos, uno siempre tiraría culo); los
huevos estarán fritos antes de caer en la sartén, las resoluciones estarán
firmadas antes de ser creadas, los investigadores repatriados serán expulsados
antes de ser admitidos, se verán risas pero jamás sonrisas.
En
una actitud que podría definirse como atrocidad
moral, en una Facultad que se jacta de formar Ingenieros Ambientales, se
aceptarán donaciones sin cargo de alguna empresa minera a cielo abierto.
Desde afuera
se verá solamente un “horizonte de sucesos”, del cual la luz jamás escapará.
Los ascensores
funcionarán entre chispazos y sacudones, y tendrán voluntad propia; subirán y
bajarán sin pasajeros que los comanden, y cuando haya algún viajero que se
atreva a usarlos, podrá quedar eternizado en un limbo entre el segundo y el
tercer piso, emitiendo llamadas de auxilio que nadie escuchará.
El agujero
negro se expandirá a medida que la materia cae en él (pero no la gris: ésta quedará
afuera). Se verá que el edificio crece hacia
adentro, de forma cancerosa, con muros casi efímeros, fuertes cristales,
cámaras de vigilancia y acondicionadores de aire; parecerán peceras llenas de
caños amarillos en perpetua instalación, que atraviesan paredes, techos y
pisos, comienzan en algún lugar y terminan en la nada.
Se verá cómo todas las facultades competirán para las
celebraciones de fin de año, en los siguientes rubros: lugar del festejo (cuanto
más coqueto, mejor puntaje), vestimenta (damas de largo), calidad del servicio
de catering (canapés con bebidas aperitivas, cena gourmet, champagne boutique
para el brindis), animación mediante números vivos, trasnoche de ensueño. Un
exceso de pompa y circunstancia, una portentosa feria de vanidades donde
debiera reinar, ejemplar, la austeridad republicana.
Algo de esto
ya pasó, o está pasando, o seguramente pasará; el tiempo no es relevante den-tro
de un horizonte de sucesos. Esto es puro rock & roll. Sostiene alguna
teoría que a cada agujero negro le corresponde un agujero blanco, creador de
materia y energía. Algunos de nosotros, los que podemos observar solamente el
horizonte de sucesos, vemos que el agujero blanco realmente existe. Se lo puede
ubicar en alguna intendencia, o gobernación, o en las cercanías de otro agujero
negro perteneciente al complejo MPJ.
Algunos de los
que pueden avistar dentro del agujero negro pueden distinguirse por su pavura,
su tristeza, su melancolía y desesperanza. Tienen la expresión de aquellos que
han mirado hacia la oscuridad, y han
visto lo que hay allí.
Mencioné antes
a las autoridades legalmente obtenidas, Que sean legales no las hace legítimas;
sabemos de actitudes propias de caudillos decimonónicos y de pretendidas
apologías que tienden a hacernos creer que porque las cosas siempre se han
hecho mal es correcto seguir haciéndolas de la misma manera. Lo malo, si se
repite veinte veces, es bueno. George Orwell, en su 1984, habla de un “neolenguaje”: si en una lengua algo no está
definido, sencillamente no existe. Es
un engaño estructural, un artificio semiótico y sofista difícil de definir y
complicado de analizar. Para que entendamos, es como decir que el kilo de carne
bajó porque ahora pesa ochocientos gramos. Es como hacernos creer que N.N.
significa inocentemente No Name, Sin Nombre, cuando en realidad tiene un
significado mucho más siniestro, un eufemismo inventado por los nazis para
mencionar a los “internados” destinados a desaparecer en ciertos campos de
concentración: el famoso (o infame) decreto Nacht und Nebel, Noche y Niebla.
Es algo que mete miedo.
Debemos
recordarle a esta gente que no son los propietarios.
Los
propietarios somos nosotros. Ellos son, simplemente, los inquilinos en quienes
hemos depositado nuestra confianza por un tiempo determinado. Si violan esa confianza,
debemos ejercer el derecho de propietarios y exigir reparaciones. Nos deben rendir cuentas.
Tenemos
el derecho a soñar con algo mejor.
Que
nos dejen soñar, y expresar nuestros sueños.
Si
no, no los dejaremos dormir.
Por Piolín de Chorizo
(Docente de la FICH. Usa seudónimo porque
tiene miedo)
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