Por fin una buena (pero no fue suficiente)

por Piolín de Chorizo (docente de la FICH, contento)


              Queridos amigos, parientes, colegas y vecinos: hoy me levanté contento, pero no tanto.

            Voy a explicarles por qué, pero antes permítanme que les narre un pequeño cuentito ucrónico.

         Érase que los aliados ganaron la segunda guerra mundial, pero Herr Hitler fue capturado vivo en su bunker berlinés.

            Luego de un tiempo prudente en la prisión de Spandau fue remitido a Nüremberg, donde se estaban desarrollando los famosos procesos en contra de la jerarquía nacional-socialista.

            No voy a contarles los detalles del juicio, sino solamente la condena. Herr Adolf fue condenado a la hoguera.

            Inmediatamente se suscitaron un montón de discusiones:
            -¡El genocida debe ser incinerado en el mismo Berlín! – aullaron muchos berlineses que, fingiendo arrepentimiento, querían un acto de fe que los redima de sus pecadillos.

            -¡No! ¡París debe ser agraciada con la hoguera! ¡Nosotros los parisinos estamos desolados con los vejámenes a los que nos sometió! – aseguraron los pretendidos maquis, pues aparentemente una vez que los aliados ganaron la guerra todos los franceses habían estado en la Resistencia.

            -¡De ninguna manera! ¡El criminal nazi debe ser ajusticiado en Stalingrado! Nuestra Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, nuestra rodina, perdió treinta millones de almas!

            Y así, sucesivamente, España, Italia, Polonia, Inglaterra y hasta Dinamarca y Finlandia se disputaban el honor de quemar al Führer.

            Después de muchas discusiones, se llegó a una conclusión: Herr Hitler debía ser incinerado en el Cabo Finisterre, en La Coruña, no por algún hecho importante, histórico o político, sino geográfico: Finisterre era el punto más occidental del territorio europeo, y más o menos equidistaba de todos lados. Pero a esto se le adicionaba un detalle: la hoguera debía encenderse mediante un reguero que pasara por toda Europa, así podía ser mirado y aplaudido por todos. En Finisterre, al fin y al cabo, no había mucho lugar y sólo podían asistir los jueces, los abogados y los testigos de los procesos de Nüremberg.

            Así fue como el reguero nació en Moscú. Pasó por Leningrado (hoy San Petersburgo), Helsinki, fue trasladado con antorchas a través del Báltico a Estokolmo y Oslo, por el mismo medio saltó el Skagerrak hacia Copenhage, y desde allí paseó a Amsterdam, La Haya, derivó a Varsovia y Praga (pasando por los ahora vacíos y oscuros Auschwitz y Treblinka), y luego a Berlín, París, Roma y Madrid, evitando cuidadosamente a Berna (los suizos no querían saber nada) y al fin llegó a Finisterre.

            Una multitud acompañaba a la chispa que se trasladaba por el reguero. Todos estaban serios, en silencio. Muchos rezaban.

            Ya en Finisterre, a un metro de los leños de la hoguera donde el genocida estaba atado, estaba una anciana.

            Era una mujer muy, muy flaca; se diría demacrada. Los huesos se traslucían a través de la piel. Un pañuelo cubría sus escasos cabellos blancos, sus ojos eran apagados, de un celeste desvaído. Sus ropas eran muy humildes, llenas de remiendos pero de una limpieza escrupulosa.

            Estaba sola, en silencio, hamacándose hacia atrás y hacia adelante, como hacen los judíos al rezar. Tenía un número desprolijamente tatuado en su brazo derecho. Le rodaban las lágrimas en sus mejillas, demorándose en sus muchas y profundas arrugas.

            Llegando la chispa al montón de troncos, la anciana no pudo contenerse. Avanzó entre los guardias, que no atinaron a detenerla, y de un pisotón apagó la chispa.

            Imagínense, amigos, parientes y vecinos, el desbarajuste que se armó. Le gritaron, la insultaron, querían lincharla.

            La anciana mantenía la calma. Arrodillada, con las manos juntas y los dedos entrelazados, sollozó en voz muy baja:
            -Empecemos de nuevo. Por favor.

            Y esta mañana, mis amigos, me enteré de la muerte, en su celda, de Jorge Rafael Videla.

            Me puse contento, pero no tanto. Me hubiese gustado que viva miles de años. Una eternidad, en su celda.

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